Al acabar la película cambiamos de canal. Estaban dando un programa de reportajes sobre diferentes familias anónimas españolas y sus estilos de vida poco convencionales. En ese momento, se trataba de un grupo de monjas de clausura (Clarisas) en un pueblo de algún punto de España. La madre superiora tenía unos sesenta años y era española; el resto (unas diez) eran en su mayoría extranjeras: latinoamericanas y africanas. Todas eran muy risueñas. Tenían sonrisas puras, sinceras.
Aprendían a tocar el piano (con infinita paciencia de un profesor); montaban en bici en los recreos, con el manto negro suspendido en el aire, encima del sillín. En uno de estos juegos, se les coló un balón de baloncesto en un pozo. Tras muchos intentos, consiguieron sacarlo con un cubo. Al ver el balón salir, las monjas lo festejaron con alaridos eufóricos, como niñas en su primer día de vacaciones o ante un regalo muy preciado de los reyes magos. Enseñaron también la zona de las visitas, donde a través de una reja podían ver a sus familiares.
Sentadas al sol se contaban chistes. La madre superiora contó uno bastante bueno sobre un matrimonio que discutía acerca de si el hombre viene del mono o de Adán y Eva: ella está convencida de la teoría de la costilla, pero él le dice que eso es una tontería. Ella va un día a casa de su madre: «Mamá, Fermín dice que el hombre viene del mono, no de Adán y Eva». «Eso será que su familia viene del mono pero la tuya viene de Adán y Eva». Todas las monjas se echaron a reír de una manera terriblemente contagiosa, ligera, hermosa, limpia. Nosotros, al verlo, también reímos.
Yo pensaba para mí que toda esa alegría, ese amor, era real. Era de verdad. Viven ahí metidas y son verdaderamente felices. Unánimemente felices, como con una inocencia no perdida. Les preguntaron si a pesar de estar bien allí no echaban de menos a sus familias. Todas dijeron que no, o al menos ninguna dijo que sí. «Sabíamos que dejábamos todo por estar con Dios», sentenció la Madre Superiora.
Y toda esa felicidad, esa pureza en ese cautiverio, comenzó a darme mucho miedo. Me recordó a la terrorífica película griega Canino, donde un matrimonio mantiene a sus tres hijos atrapados en una casa, sin haber salido jamás de ella, y sin ninguna influencia del exterior más que la paterna. Ellos también reían. También parecían niños.