domingo, 27 de marzo de 2011

Ellos también reían

Al acabar la película cambiamos de canal. Estaban dando un programa de reportajes sobre diferentes familias anónimas españolas y sus estilos de vida poco convencionales. En ese momento, se trataba de un grupo de monjas de clausura (Clarisas) en un pueblo de algún punto de España. La madre superiora tenía unos sesenta años y era española; el resto (unas diez) eran en su mayoría extranjeras: latinoamericanas y africanas. Todas eran muy risueñas. Tenían sonrisas puras, sinceras. 

Aprendían a tocar el piano (con infinita paciencia de un profesor); montaban en bici en los recreos, con el manto negro suspendido en el aire, encima del sillín. En uno de estos juegos, se les coló un balón de baloncesto en un pozo. Tras muchos intentos, consiguieron sacarlo con un cubo. Al ver el balón salir, las monjas lo festejaron con alaridos eufóricos, como niñas en su primer día de vacaciones o ante un regalo muy preciado de los reyes magos. Enseñaron también la zona de las visitas, donde a través de una reja podían ver a sus familiares.

Sentadas al sol se contaban chistes. La madre superiora contó uno bastante bueno sobre un matrimonio que discutía acerca de si el hombre viene del mono o de Adán y Eva: ella está convencida de la teoría de la costilla, pero él le dice que eso es una tontería. Ella va un día a casa de su madre: «Mamá, Fermín dice que el hombre viene del mono, no de Adán y Eva». «Eso será que su familia viene del mono pero la tuya viene de Adán y Eva». Todas las monjas se echaron a reír de una manera terriblemente contagiosa, ligera, hermosa, limpia. Nosotros, al verlo, también reímos.

Yo pensaba para mí que toda esa alegría, ese amor, era real. Era de verdad. Viven ahí metidas y son verdaderamente felices. Unánimemente felices, como con una inocencia no perdida. Les preguntaron si a pesar de estar bien allí no echaban de menos a sus familias. Todas dijeron que no, o al menos ninguna dijo que sí. «Sabíamos que dejábamos todo por estar con Dios», sentenció la Madre Superiora.

Y toda esa felicidad, esa pureza en ese cautiverio, comenzó a darme mucho miedo. Me recordó a la terrorífica película griega Canino, donde un matrimonio mantiene a sus tres hijos atrapados en una casa, sin haber salido jamás de ella, y sin ninguna influencia del exterior más que la paterna. Ellos también reían. También parecían niños. 

El secuestro salva del daño exterior creando niños eternos. Apagamos la tele. Daba mucho miedo. 

lunes, 21 de marzo de 2011

CISNE BLANCO


La película cuenta la historia de Nina, una joven y brillante bailarina de una importante compañía de danza, elegida para el papel protagonista en la representación de El Lago de los cisnes. Una madre autoritaria y represiva, un profesor exigente y sin escrúpulos, una compañera con la zancadilla preparada en cualquier momento y, sobre todo, la obsesión autoexigente de la propia Nina hacen que el papel se convierta en una auténtica pesadilla para ella.

Bien. Durante la primera hora de película todo funciona, emociona, engancha… Todo es estéticamente atractivo, al servicio de una historia bien contada, tan elegante como sincera. De hecho, durante esa primera hora, pensaba para mis adentros que ésta era sin duda la película del año, sin duda la más emocionante, por encima de La Red Social, Valor de ley, El discurso del rey… Por eso, precisamente por todo lo que estamos disfrutando, da tanta rabia asistir a su desmoronamiento, a unos últimos 20 minutos que parecen pertenecer a otra película, a una de esas terror asiático de sustos, y no a esa bella, subterránea, contenida y desasosegante primera hora.

La bailarina Nina roza la perfección en su Cisne Blanco pero no es capaz de llevar a cabo con éxito el Cisne Negro; exactamente lo mismo le ocurre a esta película. Es evidente que el río subterráneo que recorre la historia es la locura de la protagonista, que de vez en cuando sube a la superficie en pequeños y efectivos golpes; pero a la hora de que todo eso salga a la luz la película fracasa estrepitosamente, atendiendo más a la locura que al sufrimiento, a la anécdota que al personaje.

Parece como si el propio director, Darren Aronofsky, del que destaca a su vez su bipolarismo como director, más pendiente del efecto unas veces (Réquiem por un sueño) y del fondo otras (El luchador), haya tenido que luchar contra su particular Cisne Negro y se haya dejado llevar por su lado más estruendoso, sin conseguir la perfección ni la emoción, sino una ruleta de artificios que te saca de la película y hace que ya no te creas a esa criatura excepcional con la que estabas sufriendo hasta hace un momento.

Aún con todo, Cisne Negro seguramente sea la película que más me ha transmitido y con la que mejor me lo he pasado del cine americano del último año. La espectacular música, la sublime (hermosa, honesta, emocionante) Natalie Portman, la fotografía… hacen que merezca la pena sin duda ver la película, aunque acabe perdiendo el norte...

Ojo, una aclaración: me gusta el poder visual de Aronofsky, con un Haneke, por muy bueno que sea, ya tenemos bastante; pero es que entre La Pianista y la última media hora de Cisne negro hay una película posible: la propia Cisne negro, su primera hora, el Cisne Blanco.